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Billet de blog 12 octobre 2025

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¡Es la justicia, estúpido!

De Bolsonaro a Trump, de Sarkozy a Erdoğan, la justicia se ha convertido en el campo de batalla definitivo de las democracias tambaleantes. Cuando los tribunales y los medios se rinden, el autoritarismo triunfa sin necesidad de un golpe de Estado.

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Para los autócratas del mundo, el truco no tiene ningún misterio. Basta con capturar los medios, someter la justicia a su voluntad y el resto encaja como por arte de magia. Si controlas esos dos pilares, el camino hacia la gloria queda despejado. En otras palabras, el verdadero cortafuegos contra su ascenso no es tanto la urna como esos frágiles pero esenciales baluartes: un periodismo independiente y una justicia indomable.

Hoy nos encontramos a medio camino entre dos mundos. Uno aún deja entrever destellos de esperanza; el otro promete un descenso hacia tinieblas más profundas. En cuestión de pocas semanas, dos fallos judiciales contundentes nos recordaron la fuerza de lo que a menudo se llama el tercer y el cuarto poder.

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Bolsonaro

En Brasil, el expresidente Jair Bolsonaro fue condenado a veintisiete años de prisión. En Francia, Nicolas Sarkozy —quien antaño pisaba con firmeza los escenarios internacionales— está a punto de convertirse en el primer presidente francés en cumplir una pena de cárcel efectiva.

Este segundo caso quizá nunca habría llegado a un desenlace tan espectacular sin el trabajo incansable de Mediapart. Contra todo pronóstico, ambos ejemplos ilustran la resistencia obstinada del verdadero periodismo.

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Sarkozy

Pero, por supuesto, también existe el “lado oscuro de la luna”. Donald Trump, que desde hace tiempo ha identificado al periodismo y a la justicia como los dos verdaderos obstáculos a su poder, se ha dedicado a atacarlos en ambos frentes con creciente intensidad.

Por un lado, ha redoblado su guerra contra la prensa justo cuando tiene lugar la mayor concentración mediática de la historia de Estados Unidos. Cinco corporaciones controlan hoy el 90 % del mercado mediático estadounidense, y empiezan, inevitablemente, a doblegarse. Mientras tanto, tres de los hombres más ricos del planeta se reparten los espacios digitales —X, TikTok y Facebook/Instagram— como príncipes medievales dividiéndose el botín.

Por otro lado, Trump ha emprendido, de manera discreta pero metódica, la tarea de armar la justicia. El Departamento de Justicia, dirigido por antiguos abogados personales del propio Trump, ha despedido a decenas de fiscales de carrera, muchos de los cuales trabajaban en casos relacionados con él. El presidente y sus aliados también han presionado o apartado a varios fiscales federales para acelerar los procesos que involucran a sus adversarios políticos.

La reciente acusación contra el exdirector del FBI James Comey fue, en realidad, una maniobra exploratoria: una forma de tantear el terreno antes de pasar a ofensivas más audaces. Y las puertas de la oscuridad ya están abiertas: tras los llamamientos públicos de Trump para que se persiguiera judicialmente a sus enemigos, el Departamento de Justicia logró una acusación contra la fiscal general de Nueva York, Letitia James, quien lo demandaba por fraude empresarial. Ella, simétricamente, ha sido acusada de presunto fraude bancario. Otros enemigos de Trump, según se informa, ya figuran en la lista.

Illustration 3
Personnalités déclarées comme « ennemis » par Trump (graphique du New York Times)

Ty Cobb, exabogado de la Casa Blanca que defendió a Trump durante la investigación de Mueller, no se anduvo con rodeos. Según dijo, la fiscal general Pam Bondi, hoy ministra de Justicia, ha “renunciado por completo” a cualquier pretensión de independencia y no hace más que ejecutar las vendettas personales del presidente: “Persigue a mis enemigos, ahora.”

Cobb fue aún más lejos, advirtiendo que el proyecto de Trump es reescribir el propio relato histórico, de modo que las generaciones futuras olviden su catálogo de abusos: haber incitado una insurrección violenta, negarse a una transición pacífica del poder, sustraer documentos clasificados y mostrarlos a sus amigos en Mar-a-Lago. “Es un criminal condenado”, dijo Cobb sin rodeos, y cualquiera que lo desafíe —cualquiera implicado en esos episodios— “corre un peligro real”.

“El señor Trump ha erosionado este sistema desde dentro”, escribió The New York Times en un editorial. “Estados Unidos atraviesa un periodo peligroso, en el que el presidente puede ordenar investigaciones y acusaciones contra sus enemigos. El señor Trump está criminalizando la capacidad de los estadounidenses para cuestionar a sus dirigentes.”

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Lo que Trump parece buscar, entonces, no es nada menos que lo que su “querido amigo” Recep Tayyip Erdoğan ya ha conseguido con éxito. Erdoğan es, en muchos sentidos, el autócrata modelo del siglo XXI: un caso de estudio sobre cómo desmontar una democracia desde dentro y reemplazarla por un autogolpe meticulosamente diseñado. Sea por instinto o por cálculo, Trump parece seguir exactamente sus pasos.

A Erdoğan le llevó unos doce años alcanzar la cúspide de su poder. Su primer objetivo fue la prensa. Durante las protestas del parque Gezi, en 2013, casi todos los grandes magnates de los medios turcos —hombres cuyas fortunas dependían de negocios turbios y contratos estatales— se alinearon en cuestión de semanas. Lo que queda hoy de aquel panorama es un sector mediático bajo el control casi total del régimen —hasta un 93 %, según algunas estimaciones.

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Protestas de Gezi, mayo-junio de 2013, plaza Taksim, Estambul

Después vino la justicia. Ese mismo año, dos investigaciones de corrupción —las del 17 y 25 de diciembre— destaparon una vasta red de sobornos y blanqueo de dinero que implicaba a familiares de ministros, empresarios y directivos del banco público Halkbank. El mecanismo era tan ingenioso como ilícito: miles de millones de dólares procedentes del petróleo y el gas iraníes se convertían en oro, burlando las sanciones estadounidenses, con Halkbank como intermediario dispuesto.

Las pruebas eran abrumadoras. Pero Erdoğan reaccionó con su audacia característica, reconfigurando las investigaciones como una “tentativa de golpe judicial”, un complot que atribuyó a su antiguo aliado, el clérigo exiliado Fethullah Gülen. Lo que siguió fue una purga de dimensiones vertiginosas: más de mil policías destituidos o trasladados, decenas de fiscales y jueces apartados, y, en una sola noche de enero de 2014, noventa y seis magistrados reubicados en el mayor reajuste judicial de la historia moderna de Turquía. La operación transcurrió con bastante suavidad también porque el principal partido de la oposición, el CHP, al considerar entonces las investigaciones como el resultado de una lucha entre dos facciones de islamistas, optó por mantenerse indiferente.

Poco después, una nueva legislación codificó la purga, otorgando al Ejecutivo amplios poderes sobre los nombramientos judiciales. Los funcionarios independientes fueron sustituidos por leales, que se apresuraron a cerrar los casos de corrupción. Erdoğan y sus aliados quedaron absueltos, y se estableció un precedente decisivo: la justicia ya no era un contrapeso, sino un instrumento.

Al otro lado del Atlántico, el escándalo de Halkbank sigue resonando. Los fiscales estadounidenses sostienen que el banco lavó miles de millones para Teherán, implicando al círculo íntimo de Erdoğan. Sin embargo, años después, el juicio sigue estancado, ralentizado por apelaciones, maniobras legales y presiones diplomáticas. Halkbank ha invocado “relaciones de Estado sensibles”, ha recurrido al Tribunal Supremo y ha desplegado un ejército de lobistas, todo con el conveniente efecto de retrasar la divulgación de pruebas que podrían avergonzar a Erdoğan, dentro y fuera del país.

Visto en retrospectiva, aquel escándalo fue el punto de inflexión. Al aplastar la independencia de la justicia y de las fuerzas de seguridad, Erdoğan eliminó el único contrapeso interno que podía haber puesto fin a su reinado. Cuando llegó el intento de golpe de Estado de 2016, lo utilizó como pretexto para extender la purga hasta niveles asombrosos: más de 4.000 jueces y fiscales fueron destituidos, acusados de deslealtad o de simpatías gülenistas.

El paso final fue institucional. El Alto Consejo de Jueces y Fiscales (HSYK), antaño nominalmente independiente, se transformó en el Consejo de Jueces y Fiscales (HSK), ahora bajo control directo del Ejecutivo. En 2023, Turquía tenía más jueces y fiscales que nunca, pero la independencia había desaparecido. La arquitectura del autoritarismo estaba ya grabada en la ley.

Con suficiente paciencia y olfato político, basta con capturar dos pilares —los medios y la justicia— para someter toda la estructura del Estado. La Turquía de Erdoğan lo demuestra con claridad.

Como último ejemplo de esta “Autocracy Inc.” —para retomar el título del excelente libro de Anne Applebaum—, un Erdoğan satisfecho anunciaba la noticia a su regreso de Bakú, donde acababa de reunirse con otro autócrata, Ilham Aliyev: su reciente encuentro en el Despacho Oval había dado fruto, enterrando de hecho el caso Halkbank.

“El señor Trump dijo, tanto durante nuestras reuniones en Estados Unidos como en nuestra última llamada telefónica: ‘El caso Halkbank está cerrado para nosotros’”, relató Erdoğan. “Por supuesto, es una importante declaración de voluntad política, y tiene para nosotros un gran valor.”

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