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Billet de blog 28 novembre 2025

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Bolsonaro, Sarkozy: la justicia avanza, ¿pero puede frenar a los autócratas?

Las dos condenas superan el marco nacional. Muestran que, a pesar de los retrocesos autoritarios, las instituciones democráticas aún pueden imponer límites —incluso a los más poderosos—. Pero ¿qué eco tendrán a escala mundial? ¿Tendrán alguno siquiera?

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El expresidente brasileño Jair Bolsonaro está ahora detenido en un centro de la policía federal donde, según varias fuentes, cumplirá su pena de 27 años en condiciones de seguridad reforzada. Fue declarado culpable —al igual que varios miembros de su entorno— de un complot fallido destinado a mantenerse en el poder tras su derrota electoral. Fue detenido el sábado, después de haber admitido ante la policía que intentó cortar, con la ayuda de un soldador, la pulsera electrónica que supervisaba sus desplazamientos, alimentando las sospechas de un intento de fuga.

En un momento en que los dirigentes autoritarios refuerzan su control, de Budapest a Ankara, y en el que los populistas de extrema derecha profetizan una “reorientación” geopolítica destinada a enterrar la democracia liberal, los veredictos que afectan a dos expresidentes —Bolsonaro en Brasil y Sarkozy en Francia— adquieren una dimensión mundial.

No se trata simplemente de escándalos locales; son pruebas de resistencia institucional. Revelan si los Estados siguen siendo capaces de imponer responsabilidad a los hombres en el poder y si el Estado de derecho puede seguir actuando como contrapeso en un mundo cada vez más convulso.

Sin embargo, los dos casos son muy distintos. La condena de Bolsonaro está vinculada a un intento directo de derribar el orden democrático: un complot destinado a impedir la transferencia de poder tras su derrota en 2022, que incluía un presunto plan de asesinato del presidente electo Lula da Silva y de su compañero de fórmula. La de Sarkozy se deriva de investigaciones de larga duración sobre la financiación ilegal de su campaña de 2007, que involucraba fondos libios.

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Uno afecta a la subversión de la democracia; el otro, a la corrupción y a la influencia ilícita. Pero ambos convergen en un punto esencial: muestran que las democracias —imperfectas, asediadas, vacilantes— aún pueden exigir cuentas a sus antiguos dirigentes.

De estos dos casos importantes pueden extraerse varias conclusiones.

Primero, la justicia aún puede actuar de manera independiente, incluso frente a bloques políticos dominantes.

En Brasil, la influencia de Bolsonaro sobre las fuerzas armadas, los grupos evangélicos y una base de extrema derecha importante no impidió que el Tribunal Supremo impusiera una dura pena. Esta misma justicia había contribuido a preservar el orden democrático en los meses turbulentos de la pos-elección 2022–23.

En Francia, un sistema judicial durante mucho tiempo criticado por su indulgencia hacia las élites políticas da un paso inédito, marcando un punto de inflexión en la lucha contra la criminalidad político-financiera.

Estos veredictos envían una señal a sociedades a menudo desengañadas por la corrupción o la erosión democrática: el poder no es total y las instituciones pueden funcionar sin temer represalias políticas. (De hecho, se observan señales similares en Estados Unidos).

Segundo, rompen el aura de impunidad que rodea a ciertos líderes populistas.

El “mito” Bolsonaro —soldado-salvador, presidente outsider, tribuno del “verdadero pueblo”— se desmorona desde su derrota electoral. Como observa la politóloga brasileña Camila Rocha, citada por The Guardian, su apoyo se erosiona en la calle y en línea. Su grotesco intento de huir cortando su pulsera electrónica debilitó aún más su imagen de hombre fuerte.

Sarkozy, menos disruptivo y lejos de ser un populista antisistema, cultivaba sin embargo una forma de inmunidad política. Su caída advierte a una derecha europea cada vez más combativa —de Marine Le Pen a Geert Wilders— de que incluso las figuras carismáticas siguen siendo accesibles a la justicia.

Tercero, estas decisiones recuerdan a la extrema derecha que el orden legal no es negociable.

Llegan en un momento en que los movimientos iliberales ponen a prueba sus límites en todas partes —en Estados Unidos, India, Argentina y en parte de Europa—. Las penas dictadas, así como la incapacidad de los bolsonaristas para movilizar una protesta masiva significativa, muestran que la fuerza movilizadora de estos movimientos quizá esté alcanzando techos naturales.

Pero ¿pueden estos veredictos frenar realmente las tendencias autoritarias? Esta es la pregunta central —y la más difícil—. La respuesta corta: contribuyen, cuentan, pero no bastan.

Por qué cuentan:
Refuerzan las normas democráticas: demostrar que los presidentes no están por encima de la ley devuelve legitimidad a las instituciones.

Reducen los riesgos inmediatos: Bolsonaro, políticamente arrasado, no podrá influir en el ciclo electoral de 2026. Sarkozy, aunque conserve influencia en la derecha, ve limitada su autoridad moral y sus márgenes de acción.

Ofrecen contra-relatos democráticos: ante la tendencia mundial a ampliar mandatos, debilitar contrapoderes o instrumentalizar el nacionalismo, estos casos muestran otra vía: la de instituciones que responden —legalmente, no políticamente—.

Pero persisten fuerzas contrarias:
Los motores estructurales del autoritarismo —miedo económico, desinformación, resentimiento cultural, polarización— siguen presentes.

Los relatos de “martirio” pueden galvanizar a las bases: Bolsonaro y Sarkozy se presentan como víctimas de persecución política, imitando los discursos de Donald Trump en Estados Unidos o de Narendra Modi en India.

Las instituciones democráticas siguen siendo desiguales a escala mundial: en Turquía, Rusia, Bielorrusia —y quizá incluso Hungría—, tales procesos serían impensables. En muchos países, es la propia justicia la que ha sido capturada por el poder ejecutivo.

El alcance simbólico de la encarcelación de expresidentes no radica, por tanto, en la satisfacción que pueda proporcionar a sus adversarios, sino en los principios democráticos que reafirma: nadie está por encima de la ley; los resultados electorales no son negociables; el abuso de poder tiene consecuencias.

Estos principios están bajo presión en un entorno mundial marcado por coaliciones iliberales, desinformación digital y nuevas rivalidades geopolíticas. Pero los casos Bolsonaro y Sarkozy muestran que la erosión democrática no es irreversible. Puede ser ralentizada —no revertida, pero sí frenada— por la integridad institucional y la vigilancia cívica.

El encarcelamiento de Jair Bolsonaro y la condena de Nicolas Sarkozy no revierten las tendencias autoritarias mundiales, pero constituyen potentes señales de corrección. Demuestran que las democracias conservan líneas rojas que no pueden cruzarse sin pagar un precio. Para los ciudadanos preocupados por el auge de la autocracia, estas decisiones no son victorias triunfales, sino fuentes de tranquilidad: las instituciones están debilitadas, pero no rotas.

Si el declive democrático es un deslizamiento largo e irregular, momentos de rendición de cuentas como estos son los agarres que impiden que las sociedades caigan más rápido. No salvarán la democracia por sí solos —pero le dan una oportunidad de salvarse a sí misma.

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